Recuerdo perfectamente esa época. Vivía en Londres, luchaba por hablar inglés y conseguir un ascenso en la marca de maquillaje en la que trabajaba. Paralelamente, creaba contenido gratuito para YouTube, tenía un blog y respondía a cientos de personas en redes sociales. Vivía por y para trabajar. Me sentía orgullosa y empoderada cuando corría por Oxford Street con un café de Starbucks en la mano.
Así empezó todo.
Recuerdo cuando, a las 4:00 a.m., mis ojos se abrían de repente, mis manos buscaban el móvil, que dormía junto a mí en la mesita, y, de forma automática, revisaba Instagram y WhatsApp. Aunque no quisiera hacerlo, el impulso físico era superior a mí. Respondía algunos mensajes privados de gente que no conocía, les daba recomendaciones gratuitas de rutina de piel, comprobaba las estadísticas y mi mente se perdía en listas de trabajo por hacer. De vez en cuando, me encontraba con algún mensaje de odio que me llevaba al pánico entre las sábanas. Cuando terminaba este ritual, intentaba volver a dormirme y no podía. Ahí entraba en juego la taquicardia. Muchas de estas noches vi amanecer desde la cama y, otras muchas, monté el set de iluminación y me puse a grabar tutoriales de maquillaje.
Recuerdo bajar a la cocina a por un tazón de café arrastrando los pies, con dolor en todo el cuerpo. Durante meses, creí que sufría artritis juvenil. Recuerdo intentar salir a correr y no poder; el cansancio era superior a mis ganas de moverme. Recuerdo sentarme en el metro a las ocho de la mañana y quedarme dormida, recurrir al azúcar y a la cafeína de la Coca-Cola en el almuerzo para poder terminar el turno. Sufría dolores de tripa, indigestiones inesperadas y migrañas. Recuerdo querer echar una siesta y no conseguirlo por la velocidad e intensidad de mis pensamientos, que rumiaban sobre cualquier tema, con o sin importancia.
Recuerdo empezar a desmotivarme, a desilusionarme y a sentir una tristeza desmesurada. A perder mi capacidad de concentración y el foco, a sentir que mi vida, de alguna manera, se estaba desmoronando. Recuerdo asustarme mucho y empezar a buscar soluciones con la determinación que a veces me caracteriza.
Empecé por el sueño.
Por sacar el móvil de la habitación, aunque la angustia que me producía era tremenda. Ahí puse nombre a lo que me pasaba: adicción. Sufría una adicción brutal al móvil y a las redes sociales, y como no sabía por dónde empezar, empecé por lo obvio: alejarme del objeto que me causaba la dependencia, por lo menos durante la noche.
Busqué en Amazon y encontré un despertador creado por especialistas del sueño, que imitaba el amanecer y el atardecer con una luz cálida progresiva. En aquel momento, era pobre como una rata, pero hice un esfuerzo importante, renuncié a la cena de Navidad del trabajo y lo compré. Ocho años después, sigue siendo uno de mis bienes más preciados.
En paralelo me inicié en el yoga caliente por la clara necesidad de calmar mi sistema nervioso y reducir el estado de alerta. Fue horrible, realmente horrible. Mis niveles de cortisol y adrenalina lo ponían muy difícil. Quedarme en una postura estática y respirar implicaba un esfuerzo sobrenatural por aplacar mis impulsos de actividad. La taquicardia también practicaba conmigo; muchas veces lloraba de impotencia porque deseaba estar en calma, pero simplemente no podía.
No abandoné porque el pase me había costado cuarenta libras. Aguanté y fui cada día para amortizar el dinero que había invertido, para evitar la culpa que lo contrario me provocaría. Vivir cansada y ansiosa es una mierda, pero vivir cansada, ansiosa y sentirte culpable me parece insostenible. En la tercera semana logré conectar con la respiración, sentir los deditos de los pies y acallar la mente durante más de media clase. Volví a llorar, esta vez de esperanza. Quizá mi estado era reversible.
Con estos cambios, llegaron otros.
Continúa leyendo con una prueba gratuita de 7 días
Suscríbete a Efecto Vida para seguir leyendo este post y obtener 7 días de acceso gratis al archivo completo de posts.