Era un día tonto, un jueves de verano, estaba de vacaciones y mi único plan consistía en aumentar mi tolerancia al aburrimiento. Pensé en masturbarme, pero me dio pereza. No sé cómo acabé en Tinder, deslizando el dedo a la izquierda como una maniaca, descartando candidatos cual trabajadora de cadena de montaje, de forma casi automática y a una velocidad que me impedía ver las caras que salían en los cromos. Entro en esta dinámica cuando empiezan a aparecer perfiles de hombres mal vestidos, o peor aún, medio desnudos, que posan con cara de seductores en el espejo del baño. Prefiero no verlos para no hacerme la falsa idea de que son una muestra representativa de lo que me espera. Hay que tener mucho cuidado con lo que se mira, por si acabamos creyendo que es nuestra única alternativa.
Entre tanto descarte, capté de refilón un rostro precioso acompañado de una camisa blanca impoluta. No me dio tiempo a frenar el dedo, que rechazó el cromo sin miramiento. Pagué la suscripción mensual inmediatamente para poder deshacer mi acción y volver a su perfil. Cuando lo logré, pensé que era una broma, que las fotos habían sido robadas de una campaña de Martini Bianco en Santorini. La primera era de medio plano, con una playa de agua cristalina y arena blanca detrás. Parecía que estaba en un barco. Su sonrisa gran angular era el foco indiscutible, casi más blanca que la camisa. Labios gruesos, gafas de sol. En la siguiente mis sospechas se confirmaban, estaba en un velero, posiblemente en Islas Griegas. En esta la camisa era azul celeste y la combinaba con unas bermudas blancas y un Tag Heuer acertado. El pelo perfecto, bien recortado, hacia un lado. En la siguiente llevaba una chaqueta de cuero marrón y estaba en la nieve, luciendo la misma sonrisa.
Se llamaba Jon y tenía mi edad, 40 años. Antes de deslizar a la derecha me concentré cerrando los ojos con el mentón hacia adentro, como cuando pides el deseo antes de soplar las velas de tu cumpleaños. Universo, deseo sin apego hacer match con este hombre. No creo en el Universo, pero ese día estaba de suerte. ¡Tienes un match! Mientras pensaba una frase inteligente para entrarle, tipo ¿la tortilla de patata con o sin cebolla?, recibí su mensaje. A la mierda el entrenamiento de tolerancia al aburrimiento. Hay prioridades.
— ¡Hola! Me llamo Jon. Tengo que decirte que desde que he encontrado tu perfil no puedo dejar de ver tus fotos, eres preciosa. Creo que nunca había visto una chica tan elegante por aquí. Me encantaría conocerte antes de irme, necesito ver tu belleza en directo.
— Encantada, me llamo Paula. Muchas gracias, tú también eres muy guapo y tienes una sonrisa preciosa. ¿Cuánto te quedas por aquí?
— Disculpa, ¿te importa si hablamos en inglés?
No sé por qué, di por hecho que era español y que la propuesta de cambiar de idioma era una tontería para hacerse el interesante. Estuve a punto de deshacer el match.
— ¿Por qué? Yo prefiero hablar castellano.
— Porque soy alemán y aún no controlo bien tu idioma. Me cuesta bastante y en tu perfil pone que hablas inglés. Te lo agradecería.
Qué mal pensada soy.
Dos horas después me invitaba a hacerle una visita en su villa. Se iba de la isla el día siguiente, estaba de vacaciones con sus dos hijos pequeños después de un duro y reciente divorcio. Me suplicó que nos conociéramos después de cenar, cuando los acostara, sin parar de repetir que no podía dejar de mirar mis fotos porque se había quedado prendado de mi elegante belleza. La primera vez que un hombre habla de mí en esos términos. No me lo pensé demasiado. No me lo pensé.