20 de mayo
El incidente en casa de Adri abrió heridas profundas del pasado y me conectó con la parte de mí misma que más me asusta y que intento evitar a toda costa.
No sé cuántas horas pasaron desde que me desmayé, hecha un ovillo en su cama. Me desperté a media mañana y el cielo estaba tan encapotado como yo. No sé qué extrañas conexiones hizo mi cerebro, pero me acordé de mis amigos valencianos, que cada sábado buscan emociones fuertes en las drogas, sin darse cuenta de que pueden tenerlas gratis en cualquier relación de mierda. Al pensar en ellos también vinieron flashbacks de mi primera relación.
Tenía dieciséis años. El chaval me hacía ir a su casa para hacerle compañía mientras jugaba a la consola. Puedo revivir ese momento como si estuviera allí. La puerta cerrada para que no nos molestara su madre, que se acaba de divorciar tras años de maltrato físico y seguía funcionando gracias a los antidepresivos. El sonido del módem y la torre del ordenador IBM de sobremesa. La luz apagada. Ambos sentados en la cama frente a pantalla, con el juego que tocara esa semana. Me resulta ridículo pensar que me ponía guapa para esas citas en las que nadie me miraba.
Cuando me hartaba, montaba el numerito y discutíamos. La mayoría de veces acababa con un ataque de ansiedad y me caía redonda al suelo. Así reacciona mi organismo a las subidas de tensión, haciendo que mi diferencial salte y se apague la luz de la casa entera. Un día desperté y estaba en el frío suelo tumbada. En medio de la oscuridad podía percibir una luz fría por encima de mi cabeza y una silueta enfrente de mí. Cuando afiné los sentidos, me di cuenta de que mi novio seguía sentado en la cama, con el mando de la consola entre las manos, apretando los botones, absorto en la pantalla, ignorando que mi cuerpo estaba tirado delante de sus santos cojones. El cable me pasaba por encima. Esta imagen me atraviesa cuando menos me lo espero y, aunque ya no me genera tanto dolor, me conecta con una tristeza profunda.
Lo interesante es que este chico no me gustaba, pero fue el primero que me hizo caso en mitad de una jodida adolescencia, en la que mi hábitat natural era la guerra, y en la que siempre era la fea del grupo, allá donde estuviera. Mi madre también lo había sido y estaba realmente traumatizada al respecto. Lo repetía una y otra vez, cada día. Qué fea soy, si fuera un poco más guapa me hubiera comido el mundo. Mi padre lo reforzaba cuando se encontraban en el pasillo, a modo de burla. ¡Ah! ¡Qué horror! También jugaba a ese macabro juego conmigo. Cuando iba a enseñarle algún dibujo gritaba ¡Socorro, quita bicho! Aunque el tono fuera jocoso, aquellos comentarios me perturbaban. Supongo que el lenguaje del amor de verdad lo entendemos todos, incluso los niños. Algo por dentro me gritaba que, aunque se hubiera normalizado, lo que pasaba dentro de las paredes de nuestra humilde casa no era normal.
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