22 de abril.
Me llamo Emma.
Hacía mucho que no bebía. Casi dos meses. Me he levantado con una angustia insoportable. Definitivamente no quiero más alcohol. 38 años de machaque a mi cuerpo con comida basura, cerveza y Vodka son más que suficiente. En Londres hay dos tipos de personas: las que llevan hummus casero con palitos de zanahoria en el bolso y beben té verde en un termo bonito, —también suelen llevar al hombro una esterilla de yoga de Lululemon—, y las que comemos cualquier sándwich de Pret a Manger corriendo por la calle y endulzamos el café con azúcar blanco. Soy de las segundas, y le echo dos sobres enteros. Pero lo tengo decidido, voy a empezar una vida sana. En unos meses quizá, cuando esté preparada.
Inauguro este diario después de mucho tiempo sin escribir, con el férreo objetivo de dedicar unos minutos al día a dejar constancia de acontecimientos y emociones, para que mi memoria no los borre. Cada vez tengo menos capacidad retentiva, y me asusta. Antes me sabía los números de teléfono de mis padres y amigas, ahora no soy capaz de recordar el mío.
Quiero dejar registrado lo que parece que es mi vida. Dice mi terapeuta que me ayudará mucho. Antes hacía el diario de agradecimiento, porque se puso de moda, pero me aburre. Me cuesta asumir la realidad. De adolescente creía que, cuando fuera mayor y saliera de casa, sería verdaderamente feliz. Todo el amor que no había visto ni recibido cuando tocaba lo experimentaría multiplicado por mil. No quería ni quiero ser madre, pero soñaba con una pareja capaz de llenar el insoportable agujero que tenía dentro. No sé si debería hablar en presente. Estaba segura de que la vida quería compensarme por todo el sufrimiento que me había comido injustamente. Confiaba en que la magia se abriría paso. Porque a todas nos llega, ¿verdad?
Dicen que el amor aparece cuando menos lo esperas y cuando no lo necesitas. A mí esta sentencia me da miedo, porque aunque intente disimular y engañarme a mí misma, siempre me apetece, creo que lo necesito, y nunca he dejado de esperarlo. Quizá por eso aún no lo tengo. También he oído que solo puedes encontrarlo cuando te amas completamente a ti misma y, mira que lo intento, pero no lo consigo. Lo peor de todo es que no sé si es realista, y esto me lleva a pensar que a mí no me va a tocar. Vivir la vida con este telón de fondo me parece una mierda. Yo quería otra cosa para mí. Creo que me merezco otra cosa.
Fue tras cumplir los treinta y ocho cuando la realidad cayó sobre mis hombros como un cubo de agua estoica. Helada de cojones. Fue al verme dos canas entre mi vello púbico. Estuve sentada en el inodoro, mirándolas con asombro durante no sé cuánto tiempo. Las de la cabeza también me impactan, pero como empieza a ser común ver a mujeres luciéndolas con elegancia, ya no me generan demasiada perturbación. El poder del grupo y las normas sociales. Las de abajo son otro cantar. Quizá si se las viera a ellas me tranquilizaría. Un cantar amargo cuya letra dice: Emma, cariño, que se te pasa el arroz. Que esto de la vida va en serio. Que te haces mayor.
Ayer llegué tarde porque tenía que terminar una entrega de trabajo, para variar. La fiesta había empezado. Este fin de semana pasamos del pub y nos reunimos en casa de mis amigos, la típica construcción victoriana del siglo XIX de ladrillo rojo y tres pisos, con escaleras que crujen, cinco habitaciones y moqueta sucia. Celebrábamos la promoción en el trabajo de una amiga de un conocido de un amigo. Por esto estoy enamorada de Londres, por la mentalidad abierta y la posibilidad de conocer gente nueva cada día, independientemente del colegio al que hayas ido o tu apellido familiar. En mi ciudad de origen sales por la noche y, con treinta y pico tacos, te siguen preguntando si ibas a Jesuitas o al CEU San Pablo para ver si eres de su estrato social o tienen que desecharte. No lo soporto.
Aquí somos un grupo grande y variopinto de jóvenes de cuarenta, que huimos de España hace años buscando más salidas laborales, más amplitud de miras y menos chismorreo. La mayoría no tenemos raíces sólidas ni compartimos mentalidad con el entorno que nos tocó al nacer.
Artistas, emprendedores, escritores, músicos, publicistas… Laboralmente nos va bien a la mayoría. Cobramos buenos sueldos, a excepción de dos o tres. Estos quieren ser libres como el viento, huyen del sistema, y sobreviven como pueden. El resto les pagamos las cervezas. A nivel personal todos estamos un poco rotos, algunos buscamos el sentido de la vida y estamos metidos en desarrollo personal, mientras que otros trabajan hasta la extenuación, se drogan cuando pueden y lo critican deliberadamente. Siempre logramos el debate con respeto. Por eso son mis amigos. Muchos vamos a terapia desde hace años y hablamos de nuestro psicólogo como si fuera el peluquero. A veces nos creemos mejores que el resto porque hemos elegido un camino menos convencional, pero en el fondo luchamos cada día por sobrevivir de la mejor manera posible, a pesar de nuestros traumas, que no son pocos.
Nada más entrar lo vi, sentado en el sofá mostaza de terciopelo mugriento, con un cubata de algo fuerte con Coca Cola, en vaso de plástico y los hielos derretidos. Esto me pone enferma. Los cubatas en vaso de plástico en la madurez me parecen una pérdida total de dignidad. Estaba dándole un concierto privado de guitarra a una chica que le miraba embelesada y que le había tirado los tejos abiertamente en la fiesta anterior. Él mismo me contó que había sido claro con ella, que le había explicado que no quería nada más que amistad. Y tocarle la guitarra de vez en cuando. Responsabilidad afectiva. La escena me pareció ridícula. Que Dios me libre de pestañear con la baba colgando delante de una exhibición de masculinidad como esta.